crónica de una humana en pausa
Hola, humanos.
Está últimamente el mundo como para no asomarse: entre el calor, la sobrecarga y una especie de locura transitoria que nos atraviesa…
Hace poco salí de una nueva ola de Covid —sí, esa que ya ni se nombra, pero sigue rondando hospitales y calles. Los médicos le llaman variante Nimbus (¿en serio? ¿Quién les pone estos nombres, la escritora de Harry Potter?). Me tuvo cinco días tumbada, febril, desconectada de casi todo… incluso de mí misma.
Cinco días de teletecho, sola en casa. Entre sudores y delirios, también hubo pequeños destellos de lucidez. Suficientes para darme cuenta de algo tan simple como jodido:
Sentirse sola es una gran mierda.
Aunque tampoco voy a hacerme la víctima. Esta soledad fue impuesta, sí, por el contagio… pero también por mí. Hoy mismo:
Evité tres llamadas.
Respiré seis veces antes de abrir un audio.
Dejé varios WhatsApps sin responder.
No es que no aprecie a la gente. No es que no me importe. Es que no puedo.
Y claro, me siento mal. Porque todo ahí fuera te dice que tienes que estar disponible, sonriente, amable, dispuesta. Si no respondes, si no apareces, si no posteas… algo falla. Eres tú. ¿No?
Pero qué va. Esto de estar siempre ON es una trampa.
No podemos normalizar estar disponibles para todo, para todos, todo el tiempo.
Porque vamos a implosionar. Literal. De tanta contención, de tanto mensaje sin alma, de tanto "¿cómo estás?" que no espera respuesta real.
Hemos confundido la disponibilidad con el cariño.
El afecto con la inmediatez. Como si responder tarde fuera una forma de traición silenciosa.
¿Le pasa a alguien más? ¿O ya me estoy resquebrajando en silencio?
No sé si es culpa de las pantallas, de los algoritmos, de los medios que gritan 24/7.
No sé si es el mundo.
No sé si soy yo.
No sé si es esta fase.
Pero estoy aquí.
Medio despeinada, medio harta, medio humana.
Recuperándome. Otra vez.
Me encantaría tener más batería social. Salir, compartir, normalizar.
Pero también estoy entendiendo que cada tiempo tiene su ritmo, y cada cosa su proceso.
Quizás sí soy un poco antisocial.
Pero creo que las vidas frenéticas no dejan espacio para casi nada.
El verano, ese que de niña se estiraba como chicle, ahora se va sin avisar, entre tareas, facturas y calor.
Y aún así...
de vez en cuando, haces el esfuerzo de salir. A la calle, a una conversación, a una terraza con sombra. Y ahí, sin buscarlo, te cruzas con alguien bonito.
No hablo de lo estético. Hablo de la gente que vibra distinto. Que no está en piloto automático. Que no te pregunta "¿cómo estás?" por compromiso, sino porque de verdad quiere saber.
Gente que te escucha sin interrumpirte, que te sostiene con una frase, o con silencio. Que no te exige que estés bien, pero tampoco te deja caer.
A veces es una señora que te sonríe en el metro.
O un mensaje que dice: “no hace falta que contestes, solo quería decirte que te pienso.”
Y entonces, te vas a la cama un poco más tranquila. No porque todo esté bien, sino porque sigue existiendo algo bueno a lo que aferrarse.
Algo que se parece bastante a la fe.
PD: Si estás leyendo esto en y te pasa algo similar, no estás solo.
A veces el mundo abruma, otras veces simplemente abrasa. Pero aún con el cerebro frito, el corazón sigue buscando treguas. Y ahí vamos, aprendiendo a ser humanos, otra vez, en medio de este incendio.
Si llegaste hasta aquí, gracias.
Quizás estés tan cansado como yo.
Y quizás, solo quizás, nos estemos acompañando sin saberlo.
Comentarios
Publicar un comentario