Caminar sobre papel burbuja

Hola, humanos. ¿Cómo va el fin de semana? ¿Es de esos en los que desmontas media casa con una energía desbordante o de los que, como bien dijo un sabio amigo, van de "tocarse el escroto a dos manos"?

El mío está siendo una versión extrema de productividad doméstica. Resulta que preparar una casa para vender no es solo ponerle un lazo y decir “¡Listo!”; tiene más niveles que un videojuego complicado. Nunca he sido de grandes fiestas, pero debo admitir que un viernes por la noche lijando paredes ha tenido su propio encanto.

Esta mañana, en plena faena de remodelación de la cocina, tuve una conversación que me dejó pensando. Mi amiga, al otro lado del aparato, lanzó la pregunta del millón: ¿No notas que el mundo está raro?

Y claro, ¿cómo explicarlo? El mundo está raro como un café descafeinado, como un influencer que no usa filtros, como un político sincero. Algo no encaja. Pero en lugar de preocuparnos, mejor pongámosle un poco de purpurina y aprendamos a surfear el caos con estilo.

Y de esto va precisamente el post de hoy: de cómo nos estamos volviendo unos mendrugos y unos bienquedas profesionales. Nuestras vidas cada vez se parecen más a The Truman Show, y creedme que a veces mi realidad es tan distópica que me sorprendo buscando cámaras ocultas, intentando averiguar quién está grabando la cara de imbécil que se me queda tras cada golpe de realidad.

Hace tiempo que noto, tanto en el mundo laboral como en lo cotidiano, una obsesión por aparentar. Da igual si todo está hecho un desastre, si la casa está en llamas o si el plan se desmorona: con un poco de purpurina y cuatro palabras bien puestas, aquí no ha pasado nada. Se ha instaurado el modo escaparate como norma de vida.

Siempre nos ha importado la estética, claro está, pero antes se limitaba al arte, la arquitectura o el diseño. Ahora, gracias a las redes sociales, todo es cartón pluma. Nada tiene una buena base, todo es frágil, efímero y está a un clic de desmoronarse.

Ojo, que esto no es una apología de la grosería ni una invitación a ser unos faltosos de manual. Siempre he creído en el respeto, la educación y el saber estar. Pero lo que sí veo es que hoy en día ya no se pueden decir verdades. Nos han convertido en azafatas de vuelo de la vida, sonriendo pase lo que pase, con una voz dulce que nos ayude a salir ilesos de cualquier conflicto sin haber solucionado nada realmente.

Todo tiene que ser políticamente correcto, delicado y libre de cualquier atisbo de ofensa. Pero el problema es que cada vez cuesta más medir cuán fina tiene la piel la persona de enfrente. Hay veces que, por más que cuides las palabras, alguien se va a ofender. Da igual que la verdad sea más grande que la Torre Eiffel: si no viene envuelta en celofán y con una tarjetita que diga “con cariño”, te van a mirar como si hubieras pateado a un cachorro.

Vamos, que lo que pretenden hacernos creer es que los idiotas han desaparecido del mapa. Como si la mala gente hubiera dejado de existir en el mundo. ¿Solo lo veo yo o vosotros también tenéis que calcular a ojo de buen cubero qué palabras escogéis?

Ya no se le puede decir a nadie tonto, idiota, estúpido, hipócrita o cualquier otro adjetivo mínimamente descriptivo sin que salten las alarmas. Ahora todo es un juego de eufemismos donde, en lugar de llamar a alguien insoportable, decimos que tiene "una personalidad muy marcada"; en vez de vago, que "trabaja a su propio ritmo"; si está hundiendo la empresa "es que todavía está aterrizando"; y si es un tóxico de campeonato, se dice que "tiene una energía intensa".

Y no es que antes se pudiera insultar libremente sin consecuencias. Antes, un insulto leve como tonto, empanada o incompetente podía generar un enfado o una discusión, pero no se traducía en una crisis existencial ni en una cancelación pública. Se entendía que en la vida real la gente tenía defectos y que, a veces, las cosas se decían con rudeza, pero sin que eso significara el fin del mundo.

Ahora, en la era de la hipersensibilidad, cualquier comentario que no esté acolchado en terciopelo puede ser interpretado como un ataque personal o una agresión, que, por supuesto, invalidará cualquier oportunidad inmediata o futura de arreglo o comunicación.

Ahora estamos en una cuerda floja que va desde la libertad de expresión hasta la fragilidad de carácter, pasando por la autocensura. Y, sinceramente, es tan irritante como inquietante.

Fijaos hasta qué punto hemos llegado en este estado de memez absoluta, que el otro día, hablando con un operador de Netflix, la conversación estaba alcanzando tal nivel de vacuidad, que hubo un momento en que le solté:

(tratando de mantener el tono)

—A ver, no tiene sentido que, siendo mi madre y yo de la misma unidad familiar, quieran excluirla de la cuenta solo porque se está conectando desde una IP distinta. ¡Es que está en el hospital desde hace dos meses porque se cayó por las escaleras, por el amor de Dios! Lo que usted me está diciendo no tiene lógica alguna.

Él, con una voz aséptica y monótona, me responde:

—¿Puede abrir su cuenta desde el ordenador?

Le digo que NO, que no estoy en el domicilio y que no puedo hacerlo.

Él:

—¿Puede abrir su cuenta desde el ordenador?

Repetimos este bucle unas cuatro veces más, como si estuviera atrapada en una llamada con un robot defectuoso. Hasta que, para salir de ese loop infernal, suelto:

—No sé si usted no me entiende o si YO soy IDIOTA.

Ni os imagináis el sermón moral que me soltó.

—No toleramos palabras ofensivas en esta conversación.

A lo que yo, completamente perpleja, solo pude responder:

—Ah, ¿que ahora también está prohibido autoinsultarse?


En fin,  que muchos me verán como una especie de demonio de dos patas, de mal carácter o simplemente demasiado práctica. Pero defiendo con orgullo el uso de un catálogo de insultos tan rico y hermoso como el del español y el catalán, y seguro que el de muchas otras lenguas también.

Eso sí, insultar también conlleva saber responsabilizarse de ello, saber encajar el golpe y, por supuesto, aceptar que alguien te diga: "Mira, hoy estás tonta" o "Te has comportado como una imbécil". Porque, seamos honestos, hay días en los que realmente estamos tontos.

Huelga decir que una cosa es soltar un insulto bien merecido y otra muy distinta es ir repartiéndolos como si fueras los Reyes Magos en aquella cabalgata viral, donde lanzaban caramelos con la misma intensidad  con la que tu madre te lanzaba la zapatilla cuando te portabas mal

Así que nada, aquí seguimos, caminando encima de papel burbuja, midiendo cada palabra y esperando el día en que hasta los suspiros tengan que ser políticamente correctos. Pero, oye, todo está tan cuki.

Por lo pronto, la próxima vez que alguien me diga que soy borde, malhablada o políticamente incorrecta, simplemente sonreiré y diré: 'No, cariño, solo manejo la realidad de forma creativa.'

Feliz fin de semana. Y recordad: si os enfadáis, que sea con educación y en tonos pastel...




Comentarios

  1. Tenia muchas ganas de entrar aquí porque sabía que iba a ver un post digno de leer.

    El mundo se ha convertido en el idiota del trabajo en grupo que cuando mandaban una tarea aún no había nada redactado y se tiraba 3 días eligiendo el color del título para que quedase monísimo.

    Que viva el brilli y el cuquismo ante todo. ✨

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  2. ¡Jajaja, totalmente! 🙌El color del título tiene que estar on point, pero el contenido... bueno, eso ya lo dejamos para "después".Pero, oye, si el mundo es feliz en su burbuja de brilli-brilli, ¡que siga el cuquismo! ✨😜

    Gracias por el buen comentario, ¡me sacaste una sonrisa! 🙏

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