Nuevo cactus: Asistentis socialis

Hola, humanos. Han sido días difíciles emocionalmente, pero la vida tiene lo mismo de bonita que de cabrona. Y si algo he aprendido últimamente es que, a base de golpes, una se curte más que un bolso de cocodrilo.

Hoy quiero hablaros del descubrimiento de una nueva especie: el Asistentis socialis. No es un ser mitológico ni una criatura de otro planeta, aunque su frialdad y capacidad de pinchar la hagan candidata a estudio científico. Existen dos variantes principales: el Cactus Pasivo-Agresivo y el Cactus Autoritario Despótico. Ambas se encuentran en hábitats hostiles como hospitales y oficinas de servicios sociales. Ambas se alimentan del agotamiento ajeno y secretan una sustancia altamente tóxica llamada burocracia.

Tuve la mala suerte de encontrarme con dos ejemplares en el hospital donde está mi madre.

El primer cactus, Carolina, es alto y larguirucho, con ojos saltones y cara de que aún no ha encontrado el punto G. Habla con voz dulce y calmada, pero su veneno es de acción retardada, como el de las serpientes más peligrosas. Su gran idea para “ayudarme” fue sugerirme que le pagara una residencia privada a mi padre. Supongo que me vio cara de millonaria. Para su desgracia, le respondí que soy rica en muchas cosas… pero no en dinero.

Lo que vino después fue un pulso burocrático más largo que una telenovela de 300 capítulos, en el que mi padre fue lanzado de un lado a otro como si fuera un trasto viejo. Al final, gané. Pero no lo llamaría victoria. Porque no considero un triunfo algo que le debería tocar por derecho.

La joya de la corona llegó una mañana, después de una semana entera en el hospital de sol a sol. Decidí retrasar mi llegada para hacer cosas tan exóticas como tirar la basura y pelearme con los bancos. Justo en ese momento, me llama Carolina.

¿Un "buenos días"? ¿Un "te pillo bien"? Nada. Lo primero que suelta, con el tono de una profesora cabreada en un examen sorpresa, es:

—¿Dónde estás?

Respiro. Cuento hasta tres. Respondo tranquila:

—Viviendo. También hay vida fuera del hospital.

Y ahí se desató la ópera. Berridos, gritos, frases sin sentido, un tono agudo que podría romper cristales. Mi misofonía (y mi paciencia) estaban a punto de declararse en huelga. Normalmente soy de sangre caliente, pero estaba tan agotada que solo pude repetir:

—No te estoy gritando, no me grites. No te he faltado al respeto, no lo hagas tú.

Pero Carolina, en su papel de diva del drama, decidió teatralizar la escena delante de mi madre (que estaba a punto de entrar a quirófano) y mis tíos, que debieron contenerse para no arrancarle el teléfono de la mano y metérselo en la boca.

Finalmente, Carolina tragó saliva, se recompuso y, con la misma frialdad con la que un carnicero elige un filete, me informó que había encontrado un sitio para mi padre. Nuestro culebrón terminó ahí.


Si Carolina era un cactus que pinchaba de frente, M. José era el tipo que te clava la espina cuando te das la vuelta. Bajita, morena, media melena recta y cara redonda. Desde lejos, su sonrisa podía dar el pego, pero de cerca se notaba que era puro plástico.

El primer día que pasó por la puerta de la habitación de mi madre, la paramos para preguntarle por la situación de mi padre y ver si alguien podía hacernos un informe sobre los tiempos estimados de recuperación de mi madre. La lógica era sencilla: hasta dentro de cinco meses, ella no podría cuidar a mi padre, así que necesitábamos que se tuviera en cuenta antes de moverlo como si fuera un mueble incómodo.

Su reacción fue una obra maestra de la burocracia hostil. Se puso rígida, la mirada se volvió fría, y con el tono de quien anuncia una ejecución, sentenció:

—¡No! ¡Eso no se os va a hacer! ¡Eso no se le hace a nadie! ¡Eso no se puede hacer y de ninguna manera se hará!

Me quedé en shock. No estábamos pidiendo un milagro, solo un papel que facilitara que mi padre siguiera recibiendo cuidados. ¿No se supone que está ahí para ayudar?

Intenté replicarle con buenas maneras. Error. Activé su modo manipulación nivel narcisista. En vez de hablar del problema real, se centró en hacerme dudar de mi propia percepción, desviando la conversación para hacerme parecer irracional. Un clásico.

Hasta que soltó la frase que cayó en mi cabeza como una pedrada:

—Eva, a mí me pasó algo parecido. Yo también soy hija única. Y al final tuve que pagar una residencia privada para mi padre.

Tercera persona de un organismo público que me dice lo mismo. Como si mendigar ayuda fuera mi pasatiempo favorito. Como si el sistema estuviera diseñado para que, tarde o temprano, todo el mundo tuviera que pasar por caja.

Recuerdo agarrar el borde de la cama de hospital donde estaba sentada. Ella seguía de pie, mirándome fijamente, esperando que aceptara su “realidad”.

Pero ya estaba harta.

—¡Ya está bien! —solté, con la firmeza de quien se planta ante lo absurdo—. ¡Ya está bien de que, una vez más, una asistenta social pública me recomiende que pague una privada! ¿Cómo puedes trabajar en asistencia social y usar tu experiencia personal como vara de medir para todo el mundo? ¿Tú qué sabes de la realidad de cada casa? ¿De cada familia? ¿De cada contexto económico y vital?

Ahí la tenía. Arrinconada verbalmente. Y lo sabía.

La puerta del pasillo estaba abierta, tres enfermeras detrás nuestro, familiares escuchando. Demasiados testigos. Intentó remendar la situación, sonreír, suavizar la voz, pero ya la tenía contra las cuerdas y no pensé soltarla. Finalmente, optó por la táctica de la falsa empatía para salir indemne de la habitación.

Al principio pensé que lo suyo conmigo había sido personal. Quizás mi cara de “te leo las intenciones a kilómetros” le irritaba. Pero después de observarla tres semanas, llegué a la conclusión real: no era personal. Es que era gilipollas.

Trata mal a los pacientes, les miente, no se entera de cosas vitales, un día dice una cosa y al día siguiente la contraria. Hace apenas dos días, mientras visitaba a mi madre, escuché gritos en el pasillo. Era ella, en su versión más repugnante.

Estaba invadiendo el espacio personal del hijo de la compañera de cama de mi madre. Lo humilló sin piedad, negándole ayudas a las que sí tenía derecho. Porque hay gente que se siente más poderosa no ayudando que ayudando.

Lo que pasa con estos déspotas es que creen que son más de lo que realmente son.

Pero la diferencia entre M. José y yo es que yo, cuando me empeño en algo, no me detengo. Y mientras ella me decía que no podía ir por la vida a cabezazos, resultó que la que iba dándose contra la pared era ella.

Porque ya tengo el informe que ella me negó. Me lo hizo la bendita traumatóloga de mi madre. Una persona que, además de gafas, usa las orejas para algo más que sujetarlas.

Sí, a veces soy una mula. Y otras, una zorra. Pero lo que tengo claro es que si hay que nadar contra corriente, lo haré hasta encontrar lo que venía a buscar.

Así que, queridos lectores, si alguna vez os encontráis con un Asistentis socialis, mantened la calma. No intentéis razonar con él. No le pidáis empatía. Y, sobre todo, recordad que los cactus pueden sobrevivir sin agua, pero no sin joderle la vida a alguien. 🔥🌵






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