La terapia no te cubre esto
Un día más sobrevivo al quilombo de la decadencia del sistema público.
Me levanto a las 8 de la mañana porque hoy toca neurólogo en Bellvitge. Nos recomiendan estar allí tres horas antes porque vamos en ambulancia. La visita es a las 13:45 h, así que, según la lógica matemática, debo estar en el sociosanitario a las 10:45 h.
Pero como la vida (y mi amiga Nune) han hecho de mí una mujer puntual y precavida, a las 10:00 h ya estoy allí, lista para arreglar a mi padre y coger todo lo necesario.
Oh, sorpresa.
No hay tiempo más que para recoger la medicación la ambulancia se ha adelantado 40 minutos. La enfermera solo puede darme la medicación de las 11:00 h y la de las 14:00 h, porque la farmacia aún no ha subido la de la tarde. Como buena precavida, cojo las pastillas de reserva del armario de mi padre, tres pañales y su bolsa. Ni tiempo de cogerle un pantalón. Primera vez que me enfrento a todo esto sin mi madre, que sigue hospitalizada con el fémur roto.
Al bajar a buscar la ambulancia, mi primer cortocircuito: solo viene un técnico.
Uno para conducir (con lo que desgasta eso), subir y bajar pacientes, montar anclajes, desmontar, mover asientos, buscar gente, acompañar gente… Todo esto mientras atiende llamadas de la empresa para nuevos viajes, sin manos libres.
Al principio no se atreve a quejarse, como si ya hubiera asumido su condición de trabajador explotado. Esa mirada iracunda de quien sabe que nada va a cambiar. Pero cuando le comento mi sorpresa ante la precariedad, se suelta un poco.
—Nos llaman mientras conducimos, pero no nos ponen medios para responder de manera legal. Y claro, si voy solo, ¿qué hago? El otro día me paró la policía.
Lo miro por la ventanilla. Todo esto me parece una temeridad. Una auténtica sandez. Como si viviera en un cuadro de Dalí permanente del que no puedo salir.
Si esto te sorprende o desconcierta, sigue leyendo, porque la pregunta es...¿Cómo llegamos a esa ambulancia?
La visita termina a las 15:00 h. Nos dicen que la ambulancia tardará una hora y media, así que aprovechamos para comer y tomar un café antes de ir a la sala de espera.
Pasan dos horas. Llamo para preguntar.
—Aún no tenemos ambulancia asignada —me dice el chico sorprendido.
—Pero nos dijeron una hora y media.
Silencio. Conversación de besugos. Cuelgo sin ambulancia y sin una mínima noción de cuándo va a llegar.
Cuarenta minutos después, vuelvo a llamar. Ya llevamos tres horas y media esperando.
—Sigue sin haber ambulancia disponible, Barcelona está saturada.
Lo entiendo, claro. Pero con tres horas y media, casi que podría llegar una de Valencia.
Finalmente, tras mucha espera, impaciencia, risas y un piano, conseguimos llegar a las 20:15 h de nuevo al sociosanitario. Cinco horas más tarde. Justo a tiempo para darle la cena a mi padre antes de que lo acuesten.
Durante el viaje de vuelta, no puedo dejar de pensar en cómo está el mundo.
A veces, hasta que no nos toca de cerca, no vemos cuán podrido y carcomido está todo. Se escucha por ahí: precariedad en muchos trabajos, jefes incompetentes al mando, una enorme y tenaz espiral de silencio que nos envuelve a todos.
Ahora camino como quien sortea piedras gigantes que podrían aplastarme. El desmoronamiento de lo que alguna vez consideramos estable. La descoordinación, la inhumanidad, la falta de sensibilidad y lógica que tiene el mundo actual.
Y esto, ya te lo digo yo, no te lo arregla ninguna terapia.
Así que espabila si estás a tiempo. Que yo estoy espabilando a hostias.
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