Hospitales, vino, una monja y un pingüino
Inicio el blog contando uno de los días más surrealistas y bonitos desde que empecé una de mis últimas odiseas: la de luchar contra las instituciones públicas para evitar el desamparo de mi padre. Pero eso da para otra historia.
Hoy, como cualquier otro día (de los últimos 30), fui a ver a mi padre al sociosanitario. Después me fui directa al fisio, porque del estrés he hecho mi primera lumbalgia. Llevaba días con un dolor insoportable y limitante, y ahora mismo no puedo permitirme fallar en mis deberes de cuidadora, mediadora, negociadora, etc.
El fisioterapeuta es una profesión curiosa. Vas, pagas y recibes cierto placer (tengo un fisio muy bueno). Placer no solo corporal sino casi carnal, lo que me llevó a pensar en lo poco que nos tocamos como sociedad. Y la piel necesita contacto. Ahí lo dejo.
Al salir, fui al otro sociosanitario, donde está mi madre. La visité con café recién hecho y croissants, y tras una bonita charla, aparecieron los personajes de siempre. Cada cual más variopinto. Cada uno con su historia.
Hoy conocí a Teresa, una mujer viuda de unos 57 años. Lleva dos meses ahí, sola. No tuvo hijos y su marido falleció hace seis años. Por suerte, tiene una prima que le trae agua. Sí, agua. Porque en este espacio público, donde deberían garantizar unos cuidados mínimos, el agua se paga. 1,10€ la botella. Y la máquina, por supuesto, fuera del alcance de muchos pacientes. Es curioso cómo en muchas cárceles españolas los presos tienen mejores condiciones y más servicios gratuitos que los enfermos. Aunque esto da para otra entrada del blog.
También conocí a Toni. Su marido se está muriendo en la habitación de enfrente de mi madre. Llevan 21 años juntos y el 14 de febrero celebrarían su aniversario… si llegan. Me invitó a ver a Juan. Su habitación ya es suya después de tanto tiempo. Siete meses desde el diagnóstico. Dos desde la metástasis cerebral. Le hablo, le digo quién soy y, un poco incómoda por el dolor que se respira en el ambiente, intento que mi tono sea jovial y risueño. Como si pudiera apartar a la parca por un momento. Como si restarle importancia a la muerte nos permitiera centrarnos en los 21 años de amor. Que, dentro de la desdicha, es una suerte.
Al despedirme de mi madre y pasar la tarjeta para que se abrieran las puertas correderas, escucho una voz a lo lejos:
—Niña, niña. La puerta.
Me asomo. No doy crédito a lo que veo.
Una monja pequeña como un llavero corre desbocada por el pasillo de cristal. Su atuendo blanco se abre con la inercia del viento. Parece una polilla a toda velocidad. Mis reflejos, aún bajo los efectos del masaje, consiguen parar la puerta con una ligera patada alta digna de un ninja experimentado. La monja cruza. Es nerviosa y menuda.
—¿Cómo está, hermana? —se me ocurre preguntar.
Cabreada. Muy cabreada con el de recepción. Bajamos juntas las escaleras mientras me cuenta su enfado. Yo no puedo parar de reírme. Se me antoja graciosísima. Desde la distancia, el recepcionista nos ve llegar y ya se está riendo.
—¿Está muy enfadada conmigo? —pregunta, anticipando la respuesta.
—La tienes contenta —le suelto con tono jocoso, mientras la monja sigue bufando.
Me voy con el elogio de la hermana a mi elasticidad.
Y así, entre la soledad, la tristeza, la muerte, la precariedad institucional y una monja enojada, cerré el día con una escena digna de ser inmortalizada.
Al subirme al coche, mi gran amiga Nune me envía un certificado: oficialmente, he apadrinado un pingüino llamado Rita que vive en Punta Descubierta.
Hago un bailecito efusivo, porque me hace muchísima ilusión, y llamo a mi abuela para contarle lo surrealista que es que su primer bisnieto sea un pingüino.
¿Qué carajo le está pasando al mundo? Me pregunto tomándome un buen vino para sobrevivir a este calvario.
Comentarios
Publicar un comentario