Asistentas sociales y El Juego del Calamar
Hola, humanos.
La lumbalgia ha decidido que una noche de mil horrores era justo lo que necesitaba. Pero los días no esperan, y cada paso que doy en esta odisea solo suma más tareas a la lista.
Ayer fue duro. Nadie está preparado para escuchar que su padre está demenciándose. No es un Alzheimer, no. Mi padre, siempre especialito, tiene la Demencia de los Cuerpos de Lewy, esa que juega al escondite: un rato lúcido, al siguiente viendo a su propio padre o buscando una llave de un coche que tuvo hace seis años atrás. Luego te mira, te sonríe y te sabe seguir perfectamente el hilo de lo que hiciste ayer o harás mañana. Estar con el es como viajar en el tiempo a la velocidad de la luz.
Esta mañana me tocaba hablar con la última asistenta social que me quedaba por contactar: la del Centro de Atención Primaria. En teoría, por su especialización hospitalaria, debería entender mejor la situación y ofrecer más ayuda.
Desde las nueve estaba en pie, despeinada, oliendo a chipirón y con un café en la mano. A las doce, llamo al CAP. Me confirman que la llamada está programada, pero que tiene hasta las 15:00 h para hacerlo. Perfecto.
Pasaban los minutos, y el anciano que habita en mí empezó a maldecir en susurros mientras avanzaba con las tareas del hogar. Intentaba mantener una mentalidad zen, porque “lo que crees, lo creas”, ¿no?
Pero luego recordé que la paciencia tiene un límite… y que yo estaba, sin duda, en un nivel avanzado de la burocracia infernal.
Las horas pasaban y la llamada no llegaba. A la una, ya había lavado los platos, barrido el suelo y tendido dos lavadoras, discutido mentalmente con la asistenta social imaginaria unas cinco veces.
A las dos, empecé a preguntarme si la señora en cuestión estaría entretenida en alguna especie de reflexión filosófica propia, e incluso me esperancé de pensar que quizás al ser el caso más importante lo iba a dejar para el final. Sin embargo, simplemente estaba jugando al escondite conmigo. Al menos con la misma seriedad y palabra que se da en la infancia. A las tres menos cinco, decidí que la esperanza era para los ingenuos y que yo, claramente, no estaba en ese grupo.
Esta especie de gincana burocrática me hace sentir como una mezcla entre los chinos de Humor Amarillo y los coreanos del Juego del Calamar. Es un juego en el que ya no me divierto y no hay manera de dejar de jugar. MEs increíble la descoordinación entre instituciones públicas, organismos y sus integrantes. Todos trabajan en departamentos distintos, con protocolos diferentes, como si no estuvieran hablando del mismo enfermo.
La asistenta vaporosa no apareció, ni llamó, ni avisó. Pasé toda la mañana a merced de una señora que ni siquiera tuvo la cortesía de reagendar la cita. Nos hemos deshumanizado. Para ella, la llamada era solo un trámite más en su lista. Para mí, era algo vital.
A las 16 h, me llega un correo de la doctora de cabecera: la asistenta no realizó la llamada porque está de baja y tardará dos semanas en regresar.
Mi anciano interno me carraspea al oído izquierdo:
—¿Y eso no lo sabían a la una, cuando llamé para preguntar?
Como esta trabajadora no tiene pinta de pretender llevar mi caso, me derivan a tres asistentas distintas, diciéndome que les vaya preguntando a ver cuál puede… o quiere hacerse cargo. Ni ellas lo saben.
Pero yo sí lo sé. Lo veo. Están más perdidas que yo.
Es increíble cómo mi padre, después de una vida trabajando aquí y allá, aprendiendo oficios, atendiendo a la ley, a los pagos, al gobierno… ahora que solo necesita un lugar donde vivir seguro, sin los peligros de su casa, pretenden dejarlo en la calle.
Porque, aunque tiene 64 años, Parkinson, Demencia de los Cuerpos de Lewy, hiperplasia de próstata, artrosis y ceguera en un ojo, le falta un papel.
¡Claro, hombre! ¡Haberlo dicho antes! Todas esas enfermedades no existen si no lo dice un documento.
Ah, no… espera. No basta con un papel. Tienen que ser muchos.
Sellados, firmados, cotejados por especialistas que, a su vez, trabajan en organismos que no se hablan entre sí. Porque el laberinto de la discapacidad y la dependencia es otro Juego del Calamar. Pero ese da para otro post.
Ahora que necesitamos del sistema, el sistema está podrido, roído, lleno de incompetentes que no saben ni cómo deshacer el lío que ellos mismos han creado.
Pero bueno, yo voy descorchando el vino… y vosotros, ¿me podéis recomendar un buen notario y un abogado? Porque dice el neurólogo que los voy a necesitar.
Aunque, visto lo visto, lo que realmente voy a necesitar es un máster en burocracia extrema, un doctorado en "cómo insistir sin perder la cordura" y, si me apuras, un curso acelerado de supervivencia en la jungla administrativa.
Porque aquí, amigos, el sistema no está diseñado para ayudar. Está diseñado para ver quién sobrevive a él.
Y yo, por lo visto, sigo en la partida.
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