El amor es el antídoto de la soledad
Hoy quiero hablar del sentimiento de soledad y su remedio: el amor. No solo como un concepto abstracto, sino como un hilo conductor que conecta nuestras experiencias, miedos y esperanzas. Este tema resuena en mí de manera especial porque enlaza con lo que vengo escribiendo desde hace un tiempo.
Hace poco, mi madre, con su espíritu práctico y sus ganas de que todo fluyera, compró una vela "abrecaminos". Lo que no sabíamos era que, en nuestro caso, más que abrir caminos, nos lanzó escaleras abajo. Porque sí, las cosas se han movido… pero vaya si se han movido. Tan rápido que ahora estamos en caída libre, sin red, sin frenos y sin información.
El problema es que estos caminos se están haciendo largos. Muy largos. Y en este recorrido, sin cinturón de seguridad, he sentido la soledad en diferentes formas. Algo que, por ser hija única, podría parecer normal. Pero cuando pienso en toda la gente bonita que me rodea y en la cantidad de cariño que recibo, me entra la duda: ¿cómo se puede sentir uno solo estando tan acompañado?
La soledad es así, caprichosa. No es cuestión de números, sino de conexiones. Puedes estar en un estadio lleno de gente y sentirte como si estuvieras en Marte.
A veces, la soledad nos toma por sorpresa, incluso cuando estamos rodeados de personas. Ella es así, impredecible. No se trata solo de cuántas personas tenemos cerca, sino de la profundidad de esas relaciones. Y también de un mal actual: la ausencia de presencia. No hablo de la presencia física, sino de estar realmente ahí, con el pensamiento, con la emoción. De mirar a alguien a los ojos y sentir que, por un momento, no hay prisa ni distracción.
Estos días he visto muchos tipos de soledad, incluso algunos los he sentido. Sin embargo, en nuestra sociedad es una palabra que pocos pronuncian. Es un secreto a voces. Como si admitirla nos volviera débiles, extraños o frágiles. Pero lo cierto es que, consciente o inconscientemente, todos buscamos encajar, sentirnos vistos, comprendidos.
Hoy en día, parece que la gente nunca está sola. Redes sociales, locales llenos, fotos de viajes, eventos… Y aquí es donde entro a joder la marrana: estamos solos. Aunque lo niegues. Aunque pongas un podcast para no escucharte pensar. Aunque finjas que no pasa nada. Mañana seguirá ahí, esperando a que te atrevas a mirarla de frente.
La soledad tiene muchas caras.
Como la de mis padres, que después de 30 días separados siguen buscando su lugar en el mundo sin el otro.
Como la de Teresa, la compañera de mi madre, una mujer viuda que vive sola. Entró al hospital por una infección de orina y acabó despertando en la UCI dos días después. Su situación se complicó tanto que lleva tres meses en un centro sociosanitario que parece salido de una película de terror. Menos mal que tiene una prima que la visita los domingos, le lleva agua y ropa limpia. Hasta entonces, todos los días eran iguales. Una soledad silenciosa en un lugar que tiene de todo, menos de "sanitario". Y mucho de "sanatorio".
Por suerte, incluso en la mierda se pueden hacer amigos. Ahora Teresa y mi madre tienen su propio club, al que recientemente se ha unido María J., una mujer de 57 años que sufrió un ictus en plena visita familiar y ahora está atrapada en una silla de ruedas, a kilómetros de su casa, sin su marido ni sus hijos. Ahí están, compartiendo penas y apoyándose mutuamente para no perder la cabeza. Esas pequeñas conexiones las están salvando del hastío y la depresión. Aunque, cada una a su manera, sigue en su derecho de sentirse sola. Como mi madre, que cada tarde me recuerda que pase más tiempo allí. Debe creer que soy el Dios Cronos y puedo dominar el tiempo.
También está la soledad de mi padre. O la de mi gran amiga Candy. Esa soledad sí que es, con perdón, una soledad guarra. Porque aunque estén acompañados, nadie puede ponerse en sus zapatos. Nadie puede sentir su enfermedad. Y mientras el resto del mundo se queja del tráfico o del café frío, ellos bastante tienen con levantarse de la cama sin que su cuerpo les juegue una mala pasada. Dependen de la disponibilidad de los demás. De la paciencia de los demás. De la voluntad de los demás.
También está la soledad del que quiere amar y no encuentra a quién. O la del que se conforma con sexo vacío, creyendo que así se le pasará. Spoiler: no se pasa.
Pero peor aún es la soledad en pareja, esa que te deja más frío que dormir sin manta en enero. Porque estaría de lujo que la persona que más te quiere velara por tus sentimientos y tu bienestar. Pero conozco casos cercanos de amigas atrapadas en relaciones con parejas centradas en sí mismas, incapaces de cuidar, de atender, de estar. Personas que hacen y deshacen sin recordar que la persona que tienen al lado siente. Que es humana, carajo, de carne y hueso. Veo su infelicidad y desilusión, y sin embargo, continúan por una mezcla de cariño, tozudez y miedo a la incómoda y desconocida soledad.
Otro tipo de soledad es la de Miguel, el compañero de mi padre. A sus 66 años, los médicos ya le han anunciado su final. Y él, que no quiere morirse, tampoco tiene a quién le importe demasiado. Sus tres hijos solo aparecen cuando cobra la pensión. El resto del tiempo, es él y su oxígeno, esquivando la soledad con tragos de café de una máquina de vending. "No valgo ni para ocupa", me dice antes de contarme que tuvo que abandonar su casa porque ya no podía subir cuatro pisos sin ascensor. Su problema respiratorio viene de años trabajando con tóxicos, cuando las protecciones eran un lujo. Eso, sumado al tabaco, ha dejado sus pulmones como me pongo yo cada vez que me enfrento al sistema público.
Tantas soledades, un solo remedio: el amor.
Pero no el amor de película con banda sonora y finales felices. No. Hablo del amor real. El que está en la amistad, en la familia, en un "¿cómo estás?" sincero. En alguien que pelea una sonrisa. En un tupper de comida que una amiga te lleva porque sabe que ni ganas tienes de cocinar. Pequeños detalles que, por un rato, barren la soledad de un plumazo.
Porque a veces, lo único que necesitamos es que alguien nos escuche sin prisa. Que nos mire a los ojos y nos haga sentir que estamos aquí, que importamos. Porque escuchar y ser escuchados nos recuerda que no estamos solos. Que, en algún rincón del mundo, alguien está dispuesto a compartir un trocito de su tiempo, su energía, su amor con nosotros.
Quizás el verdadero remedio para la soledad no es buscar sin descanso a alguien que nos complete, sino aprender a reconocer y valorar las múltiples formas de amor que ya existen en nuestras vidas. Esas que, a veces, damos por sentadas.
Se me antoja curioso que, a pesar de ser una persona solitaria que siempre he sido recelosa de mi espacio y mi tiempo, ahora más que nunca necesito compartir mi espacio. Y más desde que encuentras la persona adecuada con quien hacerlo.
Y tú, ¿has salido indemne de sentirte solo?
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