Cuando la vida se convirtió en un trámite
Después de ocho años desde que nos comunicaron la enfermedad de mi padre, mi madre decidió tramitar la Ley de Dependencia. Su autonomía era ya un espejismo: no cocinaba, no recordaba cómo tomar su medicación y, si lograba vestirse solo, había un 50% de probabilidades de que acabara con los pantalones al revés, o en la cabeza a modo sombrero. Pero, en fin, la locomotora burocrática arrancaba. Despacio, torpe, pero avanzaba.
Nos dieron fecha para la esperada "valoración" por parte de la Generalitat de Cataluña. Y ahí apareció ella: una chica joven, delgada, con cara de no haber tomado café suficiente. Subió las ocho escaleras hasta el comedor y se dejó caer en la silla, como si la visita ya la hubiera agotado.
Sacó un formulario y disparó preguntas. Algunas las respondió mi padre (como pudo), otras lo hicimos nosotras. Le hablamos de su dependencia, de sus caídas, de las escaleras traicioneras de la casa. Y entonces ocurrió lo insólito: no le hizo realizar ni una sola acción. No lo vio caminar, ni servirse un vaso de agua, ni ponerse una chaqueta. No recorrió la casa, no analizó su estructura. Solo una entrevista sentados, como si estuviera valorando la compatibilidad de pareja en una primera cita.
Treinta minutos después, la chica se fue y nosotras respiramos aliviadas, convencidas de que esto solo era el primer paso para obtener el grado de dependencia que mi padre claramente necesitaba.
Spoiler: no lo era.
Cuando llegó la resolución, la Steve Wonder de lo público había considerado que mi padre era prácticamente autónomo. Grado I. Lo mismo que si solo necesitara ayuda para abrir un bote de garbanzos.
Indignadas, reclamamos. Aportamos nuevos informes médicos, incluido uno clarísimo del neurólogo de Bellvitge que afirmaba que mi padre dependía las 24 horas del día de mi madre. Papeles y más papeles. Que, por lo que me han dicho muchos profesionales, deben de servir para limpiar ventanas, porque ni los que lo reciben, ni los miran ni los saben interpretar.
Así que me pregunto: ¿quién carajo son estas personas? ¿Y qué sentido tiene que un médico especializado, que lleva siete años tratando a mi padre, haga un informe detallado si luego una recién licenciada en Sociales no lo sabe descifrar? Es el absurdo de los absurdos.
Como resultado de esta tragicomedia administrativa, en diciembre de 2024 nos llega la resolución definitiva: mi padre sigue siendo Grado I. Porque, claro, nadie que conviva con él ni su equipo médico sabe nada. Ellos, desde su despacho, tienen una visión privilegiada.
Desesperada, pido cita con la trabajadora social. Un mes esperando y me la cancelan dos días antes porque está de baja (y, evidentemente, nadie la cubre). Cuando al fin consigo que me atiendan, me dicen que acepte el Grado I y que luego ya veremos cómo conseguimos subirlo.
Me quedo a medias entre la resignación y la impotencia, pero decido seguir adelante.
Una semana después, un sábado, volviendo del piso de la playa de mis tíos, hacemos planes para vender la casa y buscar algo adaptado a la enfermedad de mi padre. Por una vez en mucho tiempo, nos sentimos esperanzados.
No duró mucho.
Apenas cruzamos la puerta, a mi padre le resbala la mano de la barandilla subiendo la escalera y cae hacia atrás, llevándose por delante a mi madre. Todo sucede en segundos, pero lo veo a cámara lenta. Un instante exacto en el que sé que todo se va a la mierda.
Cuando logro reaccionar, mi padre está encima de ella y mi madre grita de dolor. "La pierna, la pierna". Tiro de su chaqueta con toda mi fuerza, se la rompo, me rompo las uñas, lo levanto como puedo y llamo a la ambulancia.
Los camilleros llegan en 15 minutos, pero no saben cómo sacarla del hueco de la entrada. Descalza, sin pensarlo, los ayudo en todo lo que me piden. Se la llevan. Yo me quedo sola con mi padre, le doy un yogur, lo acuesto y salgo volando a urgencias.
Al llegar, la veo en el box. Serena, fuerte. Una guerrera. Me dicen que es fractura de fémur y que la tienen que operar. Pero aquí jugamos en modo difícil: como toma anticoagulantes, la operación se retrasa cinco días.
Cuando me lo dicen, el camillero tiene que traerme una silla porque la que se está desmayando soy yo. No por el miedo, ni por el estrés. Por la certeza de todo lo que viene después.
Ese día me quedo con una reflexión, o mejor dicho, una sensación. La misma que sentí dos años antes cuando tuve el accidente de coche y por poco me mato. Esa sensación de identificar el segundo preciso en el que todo se va a la mierda. Cuando ya no tienes ningún control sobre nada. Tu vida ha cambiado por completo y debes aceptarlo con la celeridad de un cometa o vas a acabar chamuscado.
Esa fue la zona cero. El día que la vida se convirtió en un trámite.
En el próximo post, os contaré la segunda parte. La más complicada.
Porque un fémur roto son al menos seis meses de recuperación. ¿Y qué hago yo con mi padre?
Y, sobre todo, ¿Cómo demonios se sobrevive a esto?
Por favor, pellízcame y sácame de esta.
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