el viajar no entiende de lugar

Hola, humanos. Tengo la sensación de que este año alguien me ha birlado agosto. Un día estaba pensando en lo mucho que odiaba el calor y, de repente, me descubrí recordando con nostalgia esos veranos perdidos entre arena y olas. Así, sin transición.

Ahora es septiembre y ando intentando recuperar a trompicones el ocio que me corresponde: pequeñas escapadas, aunque sea un día fuera, para resetear el cuerpo y la cabeza. ¿Y vosotros? ¿Qué tal os salió el verano? (Los que hayan podido escaparse, claro).

Pensando en todo esto me asalta la pregunta: ¿qué entendemos realmente por viajar?
No sé si es cosa mía, pero cada vez tengo más la impresión de que viajar se ha convertido en un deporte de élite… y en mi entorno todo el mundo parece haber fichado en la Champions. Este verano, por ejemplo, escuché a varias compañeras relatar sus andanzas por Tailandia, Marruecos, Japón. Y yo, cuando me tocaba contestar, decía que había tenido la suerte de pasar un par de días en Albacete, Cervera, el Delta del Ebro o el río de la Riba. Bastaba con ver la mirada de compasión en sus caras para sentir que había cometido un crimen geográfico. Como si eso no fuera viajar. Como si mis vacaciones fueran de segunda. Porque claro, donde se ponga un elefante, que se aparte Albacete. Así somos.

Me hace gracia. Antes las vacaciones eran ir al pueblo, y ahora parece que si te escapas dos noches a un hotel cercano eres un pobre resignado. Eso sí, si vas a un camping caro rebautizado como glamping, con cuatro telas y un buen nombre, entonces eres jet set. El mismo suelo duro, pero con hashtags aspiracionales.

Y me pregunto: ¿por qué infravaloramos lo nuestro? ¿Acaso España no está llena de rincones dignos de postales? ¿Por qué parece que solo cruzar medio planeta te otorga credenciales de viajero intrépido? Con mi maleta de fin de semana y un poco de sentido común, a veces sospecho que todo esto del turismo global es un fraude estacional con aroma a crema solar cara.

Desde que la globalización se dio la mano con Internet y las redes sociales, la fiebre por viajar se disparó. No basta con descubrir lugares: hay que enseñarlos. No vaya a ser que, al morir, nos arrepintamos de no haber colgado suficientes fotos de aeropuertos. Y sin embargo, qué curioso: tanta hambre de mundo y tanta indiferencia hacia lo nuestro. Queremos parecer ciudadanos ilustrados, conocedores de culturas exóticas, cuando ni siquiera hemos explorado la riqueza cultural, histórica y natural de nuestra propia tierra.

Muchos dicen: “España ya la veré cuando me jubile”. Como si este país entero fuera Benidorm: llano, tranquilo, hecho para la tercera edad. Pero España es infinitamente más: montañas que desafían rodillas jóvenes, ríos espectaculares como el Ebro, desiertos sorprendentes como Gorafe o Baracaldo, paisajes que parecen sacados de otro planeta como la Isla de Buda, Fuente de Piedra, la Muralla China de Huesca… Aventuras que, francamente, no todas se pueden dejar para los 60.

Al final, está claro: cada cual viaja como puede y como quiere. Y eso es lo importante. Pero no deja de asombrarme cómo nos fascina lo de fuera y despreciamos lo de dentro. Vivimos en un país infinito, y actuamos como si nos quedara pequeño.

Y ojo, que no es que yo reniegue de salir fuera. Al contrario: me fascina la idea de descubrir culturas distintas, probar comidas impronunciables y perderme en ciudades donde no entiendo ni los carteles. Lo que me chirría es esa especie de competición silenciosa que hemos montado, donde parece que vale más decir “he estado en Bali” que “he estado en Teruel”. Como si el valor del viaje estuviera en la envidia que provoca y no en la experiencia que vives.

Lo cierto es que muchas veces lo que recordamos no son las coordenadas en el mapa, sino los pequeños momentos: la conversación con un desconocido en un bar de carretera, el olor a campo al amanecer, el chapuzón improvisado en un río helado. Detalles que no necesitan billete intercontinental para quedarse grabados.

Quizá por eso reivindico mis escapadas cercanas. Porque no se trata de acumular sellos en el pasaporte, sino de acumular recuerdos en la memoria. Y ahí, créeme, un atardecer en el Delta del Ebro puede pesar tanto como un skyline en Tokio.

Este post simplemente pretende redirigir la mirada hacia lo bello y revalorizar lo que tenemos. No solo en lo paisajístico, también en lo cultural.

Este año, por ejemplo, me perdí el festival Rototom… pero pude vivir el Aquelarre de Cervera. Y dejadme que os diga: es espectacular. Ver cómo la propia cultura, con toda su idiosincrasia, se despliega en las calles; cómo los diablos y las batucadas toman por unos días las callejuelas estrechas y empedradas de Cervera, llenándolas de fuego, música y jolgorio. Una experiencia que no cabe en un simple vídeo de Instagram, porque hay que estar allí, sentir el calor de las chispas y el retumbar de los tambores.

Y como esta, hay miles de festividades regionales repartidas por cada rincón del país que merecen la pena ser vividas. Porque viajar también es esto: descubrir lo propio con ojos nuevos, sorprenderse de lo cercano y aprender a mirar con atención lo que tenemos delante.

Y cuando pienso en los destinos que me apetecería descubrir, claro que alguno está fuera de España, pero la gran mayoría sigue estando dentro. Quiero ver las Fallas, recorrer Galicia y sus archipiélagos, perderme por Consuegra en Castilla-La Mancha, visitar el Puy du Fou en Toledo, navegar por la Albufera de Valencia o caminar entre los hayedos mágicos de la Selva de Irati. Porque cuanto más viajo por España, más me sorprendo de lo mucho que me queda por descubrir de ella.

Al final, la vida va de entenderse. Yo respeto que haya quien decida gastarse sueldo y medio al año en viajes lejanos, faltaría más. Pero, por favor: no nos hagáis sentir marcianos a los que apostamos por el turismo nacional, ni nos miréis como si algo no fuera bien en nosotros. Somos felices así. Gracias.





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