¿Qué infancia? Jugar es opcional
Hola, humanos.
¿Cómo van las semanas de agosto? ¿Rompiendo la hucha para ir a lugares paradisíacos y sentir que “uno vive la vida”?
Yo, sinceramente, vivo en piloto automático. Mis viajes son del trabajo a la cama y viceversa. Poco tiempo para nada más: visitar a mi padre, rascar un café rápido con alguna amiga… y poco más. La vida a veces es así: hay períodos en los que uno se deja llevar y otros en los que todo va a ritmo militar. Si no, no sale adelante.
En este post quiero hablar de algo que, con el paso de los días (y de los años), escucho cada vez más:
“¿Y tú? ¿Quieres tener hijos?”
No me escondo ni me avergüenzo de aceptar que mi respuesta ha cambiado con el tiempo. Hace seis años habría dicho un “NO” rotundo. Hace cuatro, la duda empezó a crecer. Ahora digo: “Querer, sí quiero… pero no de la manera que me impone la sociedad española.”
Cuando me insisten en que “ser padre es lo mejor que hay”, no lo pongo en duda. Estoy segura de que es un momento vital maravilloso. Pero me pregunto: ¿a qué precio? ¿Podemos elegir nosotros o influye el contexto? ¿Qué hacemos si uno de los dos en la pareja no quiere? ¿Cuándo es demasiado tarde para ser padres?
Antes, era común tener dos, tres o hasta seis hijos. Uno de los progenitores se quedaba en casa a cuidarlos (normalmente la mujer, aunque cada familia y economía es un mundo). Existía, en muchos casos, una crianza más presente.
Hoy, con la mujer incorporada al mercado laboral y los precios por las nubes, es casi imposible que uno de los dos pueda permitirse quedarse en casa. En España no existe el homeschooling y la “conciliación familiar” muchas veces significa precarizar a las familias, sobrecargar a los abuelos o recortar el tiempo de los niños con sus padres.
Cuando me dicen “ten hijos”, mi cabeza responde: ¿y cómo se hace? El primer paso me lo sé, pero ¿y todo lo que viene después? Si no tengo techo propio, si los precios de la vivienda suben, si no hay abuelos disponibles, si con 35 años aún estudio una carrera…
El mundo ha cambiado y no queremos verlo. Ponemos nuestras necesidades por encima del bienestar del menor. Nos encogemos de hombros y decimos “es lo que hay” con una resignación que, tarde o temprano, nos pasará factura.
Y si ya de entrada nadie te puede asegurar que tu pareja vaya a quedarse toda la vida —puede que en cinco años aparezca alguien más nuevo, más emocionante—, si los trabajos son efímeros… ¿Cómo pensar solo en lo que uno quiere sin mirar el contexto?
También es cierto que si uno espera al momento perfecto, quizá no llegue nunca. Pero ¿Qué pasa con los contextos donde ambos ocupan cargos importantes y priorizan lo laboral sobre la familia? ¿O cuando hay diferencia de edad y uno ya tiene hijos? ¿O si los abuelos viven lejos o están enfermos? ¿O si no hay estabilidad laboral?
Sé que algunos piensan que, como no soy madre, no tengo derecho a opinar sobre cómo crían (o malcrían) a sus hijos. Pero, además de ciudadana, soy educadora infantil. Y sé que las cosas se están poniendo cada vez más difíciles para criar, pero peor se está poniendo la infancia.
No podemos olvidar que hablamos de niños: un colectivo históricamente invisible. Hasta mediados del siglo XX, en España, la infancia apenas tenía protección legal: la Declaración de los Derechos del Niño de la ONU llegó en 1959, y no fue hasta 1989 cuando se aprobó la Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por España en 1990. Antes de eso, su bienestar dependía casi exclusivamente de la buena voluntad familiar. Hoy, aunque tenemos leyes, seguimos cometiendo errores graves: por ejemplo, parece “moderno” dar un móvil a un niño antes de los 6 años para mantenerlo entretenido, pero ese gesto no dista tanto de encerrarlo en un sótano. Es más limpio y salubre, sí, pero el aislamiento —ya sea físico o tecnológico— no construye nada positivo. Menos aún en las etapas en las que el cerebro necesita interacción humana constante para desarrollarse.
Hemos olvidado la importancia de cuidar la infancia y tratamos de que sean mini adultos antes de tiempo. Pero, como dice el dicho popular, por mucho que estires la lechuga, no crecerá antes. La lechuga no necesita tirones, sino agua.
En la España actual, mientras se debate si la jornada laboral debe bajar a 37,5 horas semanales, hay niños de apenas 4 meses que pasan más de 9 horas al día en guarderías —muchas de las cuales ni siquiera cierran en agosto—. Según la OCDE, la media europea de escolarización en la primera infancia ronda las 30-35 horas semanales, pero en España es habitual superar las 45. A eso se suman extraescolares, colonias, deberes, instituto, universidad… y después, el trabajo hasta la muerte. Un ciclo muy “relajado” de vida… a mí no me lo parece.
¿Y aquí, cuándo se juega?, pregunto yo.
Es increíble a dónde hemos llegado en esta era de la hiperproductividad.
Quizá algún día miremos atrás… y nos llevemos las manos a la cabeza, pero para entonces, ellos ya serán adultos que nunca tuvieron tiempo de ser pequeños.
En los 80 y 90, salías del cole y la calle era tuya: bici, escondite, pelota… y el único límite era la voz de tu madre gritando desde la ventana: “¡A cenar!”. Hoy, los niños vuelven de inglés, van a robótica, luego a piscina… y si hay hueco, media hora de tablet, porque la calle “es peligrosa”. La infancia no es un trámite para llegar a la adultez. Es el único momento de la vida en que jugar, aprender y vivir son la misma cosa. Si la llenamos de prisas, tareas y pantallas… luego no podemos quejarnos de que el mundo esté lleno de adultos agotados y tristes.
En fin humanos, esto no es una llamada a salvar el mundo, es solo un recordatorio. La infancia se está evaporando sin hacer ruido… y lo único que quedará serán adultos con traje, prisas y un leve recuerdo de cuando podían correr sin la esclavitud de mirar el reloj o el móvil.
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