¿A dónde vas si estás solo?
¡Hola, humanos!
Me encanta viajar porque te das espacio para pensar. Y cuando piensas, pasa esto: acabas escribiendo textos como este.
Hoy mis reflexiones giran en torno a la palabra “depender”. Una palabra preciosa a la que le hemos cogido cierta fobia, probablemente por una mala interpretación de su significado.
“No dependas de nada ni de nadie.”
“Viaja solo, llegarás más lejos.”
Y bueno, puede que estas frases tengan algo de razón. No todo es blanco o negro. Pero también es cierto que uno puede llegar a pensar que solo está mejor... Aunque, seamos honestos: la vida es compartir.
Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha vivido en tribu, en comunidad. Rodeado. Porque nadie sobrevive solo eternamente. Necesitamos a los demás, aunque los coaches modernos parezcan haberlo olvidado entre sus frases motivacionales y fondos de pantalla con montañas.
Gracias a la antropología, sabemos que somos una especie social que ha sobrevivido gracias a la cooperación, especialmente en la infancia. La comunidad ha sido vital para el desarrollo humano. Y gracias a esa interdependencia, fuimos capaces de cruzar océanos, levantar civilizaciones enteras…
…y aunque cruzamos océanos y levantamos civilizaciones, seguimos dando vueltas en círculos con nuestras inseguridades más básicas.
Llegamos al mundo desvalidos. La cría humana es de las que más tiempo permanece vulnerable y pegada a sus progenitores. ¡Tarda más de 6 meses en poder desplazarse por sí sola! Pensemos en otras especies: los peces y los pájaros parecen entrar en la edad adulta de golpe... y tienen que espabilar cagando leches.
Vamos creciendo, sí, pero en cada etapa de nuestra vida necesitamos de alguien. Quizá el ciclo natural sea: cuidados en la infancia, dependencia emocional en la adultez, y en la vejez (o en una enfermedad temprana), volvemos a necesitar manos que cuidan. Padres, familia, amigos, pareja, vecinos... Eso no desaparece ni en las sociedades más individualistas.
Todo esto lo pensé esta semana después de ver a varias personas llorar (yo incluida, ¡hola, emociones desbordadas!). Y en todos los casos, fue sanador que alguien te tendiera un pañuelo, literal o metafórico, y te escuchara sin prisa, sin juicio. Solo con presencia.
A veces, como en el caso de mi padre o mi abuela, las lágrimas surgen al necesitar ayuda física. Manos que cuidan. Manos que quieren estar ahí.
Sé que aceptar eso puede ser duro. Nos gusta sentirnos capaces. Pero la verdadera fortaleza también está en dejarse ayudar, en mostrarse vulnerable sin perder la dignidad. Es vital recordar que somos humanos. Y que, aunque nuestras sociedades occidentales insistan en que debemos ser autosuficientes hasta para sufrir, eso es una utopía… y además, bastante fea. (Nota cultural: véase el documental de Netflix Damn Rash).
En lo emocional, también se agradece una mano amiga: alguien que te eche un cable cuando te vas de viaje, que te cuide el gato, que te escuche en un momento de colapso o simplemente te abrace en tus peores días. Por eso es tan importante recordar que hay que cuidar, pero también saber dejarse cuidar.
Como decía mi maestra de meditación:
“No puedes solucionar un problema con la misma herramienta que lo creó (tu mente). Necesitas otra mente para ver más lejos.”
Eso es depender también: permitir que otra mirada te ayude a ver más allá del caos interno. Porque cuando alguien viene a cuidarte, no lo hace por pena, ni por compasión condescendiente. Lo hace por amor. Por lo que tú también has sembrado.
Así que, depender no nace de la fragilidad, sino del amor.
Es un gesto mutuo. Un te cuido porque puedo, porque quiero, porque sé que tú harías lo mismo por mí. Y eso, para mí, es la verdadera fuerza.
Entonces dime… ¿vas a seguir presumiendo de “no necesitar a nadie” o te vas a dejar querer un poco, alma penitente de cactus?
Porque, al final, no se trata de depender para sobrevivir…
Se trata de estar acompañados para vivir mejor.
Con más manos, más pañuelos, más miradas que abracen y menos discursos de “tú puedes solo” que suenan bonito… pero saben a cartón.
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