Un resbalón y te encuentras desamparado

Por suerte, aquel fatídico día en urgencias no estaba sola, a pesar de ser hija única. Antes de la hecatombe, yo tenía una vida. Una vida que, ahora veo, era prestada. Es curioso cómo nos adueñamos de nuestra existencia sin considerar el contexto, como si fuéramos inmunes a lo externo.

Al día siguiente habíamos quedado para patinar cerca de la playa. Pero cuando todo hizo ZAS y vi a mis padres como bichos bola rodando por las escaleras, lo primero (después de llamar a la ambulancia) fue avisar al grupo:

"Lo siento, mañana no podré ir. Mis padres se acaban de caer por las escaleras y ya está en camino el servicio médico. Os voy diciendo."

Los que pudieron respondieron con sorpresa y preocupación, pero Nune no se quedó en palabras. Se presentó en urgencias y me hizo compañía. La verdad, me salvó. Hay personas que aparecen en momentos clave y luego piensas: ¿Qué habría sido de mí sin su ayuda?

Le quitaba hierro al asunto, aunque estuviéramos casi aplastadas por una viga de problemas. Se quedó hasta que ingresaron a mi madre y luego me acompañó de vuelta al coche.

Esa noche, al entrar en casa a las 2 de la madrugada, mi padre seguía dormido. No quise molestarlo con preocupaciones que, francamente, podían y debían afrontarse al día siguiente. Me fui a dormir convencida de que conseguiría descansar.

Pero no.

Cada vez que cerraba los ojos, veía esa escena dantesca en cámara lenta: mis padres cayendo, yo inmóvil, incapaz de reaccionar. La impotencia de ese maldito segundo en el que todo se va a la mierda y solo deseas que sea una pesadilla.

A la mañana siguiente, tardé unos minutos en comprenderlo. No, no era una pesadilla. Era real. Y estábamos mi padre y yo… solos.

Al bajar a preparar el desayuno y despertar a mi padre, le conté la situación. Pronto me di cuenta de que él estaba… a medias. Parte de él se había quedado en las escaleras la noche anterior y la otra, maltrecha y desorientada, se encontraba sentada en la cama, mirándome como si le hubiera pedido que resolviera una ecuación diferencial antes del café.

Intentaba ayudarme, pero su cuerpo había decidido independizarse de su mente e irse a su puta bola.

En un momento sentí que el mundo se tambaleaba. Una presión en el pecho, flojera en las piernas, un mareo extraño. Una vocecilla interior me susurró: "Esto te suena, lo has oído de otra gente, lo llaman ansiedad."

Ah, claro. Justo lo que me faltaba.

Miré a mi alrededor. Avisar a la familia, lavar a mi padre, recoger todo, cargar el coche, meter la maldita silla de ruedas—esa que se desmonta más que el Señor Potato si no la encajas bien.

La ansiedad iba y venía. Cuando se ausentaba, yo aprovechaba para avanzar. Cuando aparecía, me dejaba caer en la butaca y le decía a mi padre: "Dame un momento, recupero el espíritu y te ayudo, papá."

Tres horas después, logramos salir de casa. Nos dirigimos al hospital, mitad para ver a mi madre y a los familiares que habían podido presentarse, mitad para llevar a mi padre, que traía un moratón en las costillas del tamaño de un mapa mundial.

Y yo, idiota de mí, el día anterior solo había priorizado a mi madre.

Por un momento pensé en llevar a mi padre directo a urgencias, pero luego recordé que entrar en urgencias a cualquier hora implica poco más que empadronarte allí del tiempo que te van a tener esperando. Así que prioricé lo importante: que mis padres se vieran después del desastre.

Después fuimos a comer con la familia. No habíamos cenado la noche anterior, así que nos lanzamos al plato con la misma energía que un náufrago rescatado. Cuando sonaban las 4, mi padre y yo nos metimos en urgencias.

Por suerte, lo pasaron rápido a un box, donde pudo estirarse en una camilla y dormir las cinco horas que nos dejaron esperando. Yo, mientras tanto, alternaba entre salir, entrar y acurrucarme en su silla de ruedas como un gato buscando calor.

Finalmente, el diagnóstico: costillas fisuradas por la caída, paracetamol e ibuprofeno alternos y reposo en casa. Miré a la doctora, intentando adivinar qué clase de “reposo” se imaginaba que yo, en esta situación, podía brindarle a mi padre.

En el parte de urgencias pusieron que acudía por “caída”. Yo, en un arranque de amor por la precisión, pedí que anotaran lo que realmente había pasado, punto por punto y coma por coma. Porque para la Generalitat y para el mundo, lo que no queda escrito, no ha sucedido.

A la mañana siguiente, se repitió el proceso: desayuno, ansiedad y mover a mi padre. Bajamos a ver a mi madre un rato, con el plan de irnos a comer y luego regresar.

Nuevo reto desbloqueado: ¿DÓNDE CARAJO COMEMOS?

El mundo no está diseñado para sillas de ruedas. De hecho, casi que te cuesta más moverte con un incapacitado que con un perro con bozal y correa. Finalmente, el McDonald’s fue el único lugar lo suficientemente amplio para que mi padre pudiera comer… y, lo más importante, ir al baño sin que fuera una misión de alto riesgo. Mientras atacábamos el bol de patatas fritas, me llamó la doctora de cabecera de mi padre: había que llevarlo inmediatamente a urgencias. De nuevo, infección de orina. Pero esta vez, sus anticuerpos al estilo Marvel habían decidido que el antibiótico no les afectaba y ya precisaba uno más potente y endovenoso.

Visitamos a mi madre. Quién diría que esa fue la última vez que se vieron en casi un mes.

Y otra vez, la feria de urgencias. Cinco horas más en un box donde el tiempo y el personal sanitario parecen haberse tomado unas vacaciones.

A las nueve de la noche, aparece el médico:
—Sí, tiene infección de orina, pero no necesita tratamiento.

Respiro. Me pellizco la muñeca para contener el torrente de asco que me sube a la lengua.
—¿Es broma, no? Después de cinco horas y un volante de la doctora, yo no me lo llevo. Y menos sin un tratamiento.

El médico, con calma budista:
—Bueno, claro, si le doliera al orinar, lo trataríamos. Pero si no, no hace falta.

Lo miro. Me mira. Nos miramos.

¿De verdad espera que un hombre que se ha caído por las escaleras, se ha fisurado las costillas y no se ha quejado, ahora se ponga a gritar por un escozor al orinar?

Minuto de duelo visual. Finalmente, el médico se va.

Media hora después, entra una enfermera jovial, colocándole un gotero.
—Corazón, tu padre se queda ingresado esta noche. ¿Cuántas horas llevas aquí? Vete a casa.

Me pongo a llorar. Abrazo a mi padre y me voy.

Al día siguiente vuelvo sola a visitarlos.

Mi madre sigue con dolor. Le han colgado unos pesos, como en una especie de tortura medieval modernizada, hasta que quede un quirófano libre para operarla.

Mi padre, en urgencias, está cada vez más perdido. No le han dado su medicación para el párkinson, a pesar de que la llevé personalmente y les hice un croquis en DIN A4 con las horas, las dosis y hasta dibujé las pastillas con amor y detalle. Sin luz, sin atención y sin medicación, parece un loco. Se ha ido completamente.

Su hermana y su cuñado, que vienen a echarme una mano, se quedan de piedra al verlo así. Para los que lo conocemos, verlo en ese estado da auténtica pena.

Cada vez que entro al box, está orinado y sin cambiar. La cama chorreando. Se ha arrancado alguna vía. Desvaría. Y yo, con todo el aplomo que me queda, empiezo mi carrera en derecho sanitario y presento cuatro reclamaciones al hospital:

  1. Negligencia médica.
  2. No administrarle la medicación.
  3. Pretender enviarlo solo a casa en ese estado.
  4. Porque la asistenta social me suelta que ese hospital no es lugar para él y que es "problema mío".

—Tu madre sí es competencia nuestra porque está ingresada. Pero tu padre es tu responsabilidad.

—Pero es mi madre quien lo cuida.

—Ya, pero tú eres su hija.

—Sí, pero no soy dos personas.

Ella me mira, abre los ojos como un besugo, y con un tono dulce y aterciopelado (de esos que molesta porque la suavidad va de la mano con la soberbia) me dice:

—Si los urólogos dicen que no necesita tratamiento, hoy mismo le damos el alta.

Me asesoro con amigos y familiares y le suelto:

—Si le dan el alta, llamaré a los Mossos d’Esquadra para que levanten acta de que no estoy conforme con el diagnóstico. Y si a mi padre le pasa algo, no caerá en mi conciencia, sino en su expediente laboral.

Parecía una partida de póker tensa, con faroles y miradas de acero.

Y, tras mucho llorar, quejarme, sudar, dudar y mendigar humanidad, terminan aceptando que mi padre, al cuidado de mi madre, sí es su responsabilidad.

El hospital “lleno” milagrosamente encuentra sitio. Eso sí, a 30 km del hospital de mi madre, en Tarragona. Allí sigue temporalmente… hasta que las instituciones decidan que ya no tiene derecho a pernoctar. Y si no consigo que los papeles se muevan rápido, volveré a verme en la misma situación: mendigando ayuda a gente que no tiene alma, sino que sigue los protocolos. ¿Para que vamos a pensar? 

Así que tened cuidado donde pisáis, que en un traspié todo se complica de tal manera que, cuando queréis daros cuenta, estáis en una montaña rusa de urgencias, burocracia y respuestas absurdas de personas con demasiada paciencia y poca empatía.

La vida es así: un día planeas patinar con amigos, y al siguiente estás negociando con una asistenta social como si fueras un abogado en plena guerra judicial. Ironías del destino.




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